Esa sensación salvaje que te recorre cuando agarras la parte baja del manillar y disfrutas de la velocidad mezclada con la agonía, no tiene precio.

Una última mirada de complicidad con los compañeros y cinco, tres, uno. La siguiente hora da para mucho: hay miradas al reloj, gritos de ánimo, lluvia, frío,  e incluso un paseo por el barro con las calas puestas. Pero lo más bonito para mí, es que juntos hemos sido capaces de otear, como Alexander Supertramp en Alaska, un terreno desconocido de nuestras capacidades, apretando los dientes para ayudar al compañero, al equipo. Y por supuesto, el compañerismo –no puedo no repetirme-, que se traduce, por ejemplo, en Pepe arrodillándose a colocar las zapatillas a un José Manuel aterido y acalambrado.

 

Cruzamos la meta de la mano, sabiendo que lo habíamos dejado todo en un día muy duro. Así pues, la satisfacción ha de ser total, aunque, como buenos deportistas inconformistas, siempre queramos más, y no dejemos de examinar los tiempos, y de esbozar infinitas casuísticas y sus consecuencias. La única cierta: seguiremos disfrutando entrenando para disfrutar mejorando… y sufrir compitiendo. 

No puedo terminar sin agradecer el fin de semana a los compañeros: desde como siempre, la maravillosa acogida y la organización, a las risas en las comidas, los cariñitos de mi coleguita de siestas y ronquidos, los consejos y ánimos de nuestro añorado entrenador,  el entretenido viaje de vuelta, los gritos finales del compi de entrenamientos o los puntos de gatillo y  los cuidados de Chiki.  

Y especialmente, a los compañeros de aventuras de este duatlón tan duro pero tan bonito, por su solidaridad y su entrega. No hay mejor forma de concluir que citando a Xavi, al que hemos echado mucho de menos: “mi compañero es el mejor”.

 

 

 

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