Los que me conocen, de sobra saben, que aunque en mi infancia fui un culo inquieto y me encantaba practicar cualquier tipo de actividad lúdica o deportiva, mi adolescencia no estuvo para nada marcada por mi vida deportiva, ni mucho menos. En más, se salía totalmente de mi día a día y de mí en general.
El regreso al deporte (unos diez o doce años más tarde) me introdujo en un nuevo mundo, totalmente alucinante, el del triatlón: mi nueva adicción. Lo cogí con tantas ganas que de no hacer nada empecé con esta forma de vida que incluye fundamentalmente tres disciplinas: nadar, bici y correr.
Y aunque mi trayectoria deportiva es bastante escasa, y con tan solo cinco triatlones a las espaldas y hechos a lo loco, se me ocurrió aventurarme al gran reto del 70.3, quería sentir qué era hacer un medio ironman y, sobre todo, qué se sentía al cruzar la meta tras completar la famosa distancia.
Tres meses de dura preparación, sacrificios (como el saltarse la siesta o alguna horita más de sueño en las mañanas, entrenar sin ganas, sola o cuando estás cansada), esfuerzos, la abstinencia alcohólica de la semana previa al evento junto con una cantidad ingente de pasta que me salía por las orejas, etc. Todo esto unido a los improvistos del camino (gripe, extracción de dos muelas del juicio, tendinitis, resfriado de categoría las dos últimas semanas previas…). Vamos…, todo una aventura que, la verdad, disfruté mucho (¡por suerte!, porque luego la prueba se pasó volando, aunque fueron 5 h y 36’, a mí se me pasó enseguida).
Y llegó el gran día. Era el momento de debutar en la media distancia, sin olvidarme de lo más importante: disfrutar. Parecía complicado; el día antes nos desplazamos una buena trupe (como treinta y seis magníficos triatletas ;)) a Sevilla; tocaba recoger el dorsal y demás y dejar todo listo para el día siguiente. Los nervios rondaban mi barriguilla cosa mala, me sentía rara en la tarde, hasta que ya me paré a pensar: “Es hora de disfrutar, es hora de relajarse y dejarse llevar para divertirse lo máximo posible y echarle ganas a esto que me he propuesto yo solita; lo he elegido yo porque quiero, ¡vamos a por ello!”. Y así fue, preparé todas mi cosas (barritas, geles, agua y resto del material), cené sushi (que lo tenía antojado) y a descansar para llegar fuerte al estreno.
5.00 a.m. suena el despertador, creía que los nervios me harían levantarme de un brinco, pero no, se me pegaron las sábanas…, no había nervios, había sueño, y mucho. Desayuno de campeones: huevos, tostadas con aceite, salchichas y bebida isotónica. Cargamos y a los boxes. Me encontraba más perdida que el barco del arroz, un frío que corría que no ayudaba nada, pero ya estaba todo listo para empezar. Era todo un placer encontrar calaveras (triatletas del club de Triatlón de Salamanca) rondando por allí, deseándote suerte y soltando alguna que otra tontería que hacía que se te olvidaran los nervios.
Suerte la mía, que me acompañaba mi compañero de batallas, y allí estaba dándome los últimos “consejos”, por llamarlo de alguna manera, porque solo me decía: “Disfruta, tú puedes, esto no es nada”, y llevaba toda la razón, pero yo eso aún no lo sabía.
Realmente, en esos momentos, más que nervios me invadía la incertidumbre: ¿cómo iba a ser tanto tiempo haciendo deporte?; ¿me aburriría?, iba a ir sola…; ¿cómo iba a responder mi cuerpo?, ¿aguantaría o fallaría?; ¿cómo iba a alimentarme en la carrera?... Y también estaba deseando que empezara aquello de una vez, me moría de ganas por ponerme a prueba, y encima la salida se retrasó un poquito.
Ya estamos en la plataforma para empezar en el agua: fotos, risas, abrazos… Salen la marea de hombres. Es nuestro momento. No somos muchas (comparadas con los hombres), nos lanzamos al agua, ando un poco despistada intentando llegar a la imaginaria línea de salida a brazas (para no cansarme: cosas de novatas) y de repente dan la salida. Pulso en mi reloj el botón de start y comienza la fiesta.
Disfruto muchísimo el agua, que es mi punto débil, y de la emoción parece que salgo casi sin cansarme. La salida de la dársena es espectacular, hay mucha gente animando y la adrenalina me corre por las venas. Hora de cambiarse y pedalear los 90 km siguientes. Dos vueltas al circuito: primera de reconocimiento y segunda para ir pegando voces y animando a todo el que pasa. Es un gustazo oír gritos de los calaveras cuando nos cruzamos, te da un subidón increíble, igual que pasar y encontrar a los acompañantes que te animan.
Termina la bici, me he encontrado fuerte, me he alimentado bien (algunos dicen que siempre que nos cruzábamos iba con la boca llena) y me siento a tope, pero he reservado para la carrera. En la T2 me lo tomo con muuuuchaaa calma, me como un plátano (lo último sólido que voy a ingerir, consejo de mi cuñado que también es triatleta e insistió mucho en que no saliera a correr sin comerme el plátanito) y me pongo a mover las piernas. Me queda una media maratón por delante y hay que seguir disfrutándola. Mi sorpresa viene cuando me encuentro el circuito de la carrera, bien empinado y bien rústico (rollo trail), pero es lo que hay; así que a subir y a dar las vueltas correspondientes lo más alegre posible.
Voy haciendo amigos por el camino, y los kilómetros se van haciendo muy amenos. Termino la cuarta vuelta y me lanzo por el último tramo, dos subidas y encaro la recta hacia la meta, no podía ser más feliz, ya había terminado todo y el corazón me bombeaba en el pecho que parecía que se me iba a salir de la emoción. Tanto tiempo pensando en ese momento y ya había llegado, era tal la emoción que cuando mi di cuenta ya había recorrido todo el tramo y estaba viendo ante mí los arcos de meta. Gran sorpresa la que me llevé cuando estaba allí mi guerrero ofreciéndome la bandera del club, la cual cogí y ondeé como mejor pude hasta la línea de meta. Lo había conseguido, había disfrutado al máximo y no había sufrido. Dentro de mí sentí una sensación extraña, era rara porque nunca antes la había sentido, había nacido en mí el deseo de volver a repetirlo, pero la próxima vez apretaría más, porque la próxima vez tendría que poner el cuerpo de nuevo a prueba, pero ya sabía que eso podía conseguirlo. Ahora quiero más y mejor.
Reto superado; ahora pienso en el siguiente.
Y que ¿con qué me quedo de todo esto? Está claro, con todo y con nada en concreto. Con lo que sentí al entrar a meta, que fue: “Esto es lo que me gusta”. Y mejor dicho, no me gusta: ME ENCANTA. Y me encanta por todo lo que conlleva: es un estilo de vida que me permite ser feliz porque en los días grises sales a correr o a montar en bici o a nadar y los días se vuelven rosas o del color que quieras, encima puedo hacerlo con mi pareja, conoces a mucha gente que le gusta lo mismo que a ti, es deporte, es salud, es buen rollo y un buen ambiente, te hace vivir miles de experiencias, te hace conocerte mejor porque tú te pones tus propios límites y compites contigo mismo, porque las tiradas largas o no tan largas pero sola te hacen pensar y ver las cosas de otra manera, porque hace que te mantengas viva y activa, porque me encanta comer y así se nota menos, porque las satisfacciones personales que te da son enormes y por millones de cosas más.
Sin duda, una experiencia para recordar, porque no es solo la prueba, es todo lo que está alrededor: el previo, el post, la gente, el ambiente, las sensaciones…
Marta Rodríguez Docio